Informe Nº: 83808/12/2019
Las pruebas PISA 2018 confirman, una vez más, la profunda y persistente decadencia del sistema educativo argentino. Esta es la consecuencia de centrar la política educativa en los salarios docentes y no en los resultados de las escuelas. Los más perjudicados por la decadencia son los jóvenes de los hogares pobres. Las pruebas PISA […]
Las pruebas PISA son un test de calidad que se les toma a los jóvenes de 15 años que se encuentran cursando la secundaria. La finalidad es evaluar sus capacidades para desarrollarse en la vida social, económica y laboral. No evalúa tanto lo que aprendieron en la escuela sino como pueden extrapolar dichos conocimientos a las experiencias de la vida fuera de la escuela. Se miden competencias de lectura, matemática y ciencias, se realiza cada 3 años, la última fue en el 2018 y participaron cerca de 80 países.
En capacidades de lectura, Argentina obtuvo 402 puntos respecto a 500 puntos que es la referencia para los países desarrollados. Esto sería una leve mejora respecto al 2012 (en el 2015 a Argentina le impugnaron las pruebas por irregulares) que era 396, pero –según PISA– la mejora no es estadísticamente significativa. Argentina, que supo estar a la vanguardia de Sudamérica en el año 2000, ahora está detrás de Chile (452), Uruguay (427), Brasil (413), Colombia (412) e igual que Perú (401).
Dado que los promedios esconden diferencias entre segmentos de la población, otra dimensión muy importante que permite evaluar PISA son las brechas entre niveles socioeconómicos. En relación a este punto se observa que en el 2018:
Estos datos muestran que el sistema educativo de Argentina no sólo tiene peor desempeño general, sino que además es más desigual que el de Chile. Según PISA, una diferencia de 40 puntos es equivalente a 1 año de estudios. En el caso de Chile, los jóvenes de los hogares más pobres tienen un nivel de aprendizaje que sería como 2,5 años menos de estudio que un joven de hogar de mayores ingresos. En el caso de Argentina, un joven de hogar pobre tiene niveles de aprendizajes como si hubiera hecho 3 años menos de estudios que un joven de hogar de altos ingresos.
La comparación con Chile es muy pertinente. Por un lado, porque Chile está sufriendo intensos y prolongados conflictos cuestionando la desigualdad en ese país. Por otro lado, porque hay un alto consenso en la Argentina de que el sistema educativo sería mucho más igualitarista que el de Chile gracias a la fuerte intervención del Estado. Las evidencias están mostrando que esta percepción es errada: la desigualdad de aprendizajes en la Argentina es peor que la alta desigualdad educativa que impera en Chile. La razón es que, en Argentina, mientras los sectores medios y altos acceden a escuelas de gestión privada (muchas de ellas con subsidios públicos), las familias de menores ingresos no tienen otra opción que las escuelas del Estado, donde por diferentes motivos la calidad de la oferta educativa es menor (o, al menos, no llega a compensar las desventajas que los niños y jóvenes de hogares pobres arrastran de sus entornos familiares).
Las razones por las que las que los jóvenes pobres reciben educación de peor calidad responden a los intereses que operan detrás de las escuelas del Estado. Mientras que en los discursos se señala con énfasis que las escuelas estatales son la garantía de la educación de los niños y jóvenes de menores ingresos, la realidad es que estas escuelas están condicionadas por otros intereses que nada tienen que ver con la formación de los estudiantes. El factor más determinante de la baja calidad educativa son las regulaciones laborales. Las normas laborales docentes premian la mediocridad y desalientan el compromiso con la formación de los alumnos.
Las escuelas del Estado en la Argentina están operando como un factor de generación de desigualdad social. Los jóvenes de familias pobres reciben una educación peor que en Chile, país que está en severa crisis distributiva. En estas condiciones, defender las escuelas estatales no es defender la educación de los que menos tienen, sino los intereses de las corporaciones enquistadas en el sistema educativo. Progresismo sería sumar a la discusión salarial la medición de resultados en las escuelas del Estado.