Informe Nº: 15/07/2023
Excluyendo la cuarentena, donde hubo paralización casi total de la actividad y se instrumentó el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), nunca tanta gente recibió asistencia desde programas sociales.
Virginia Giordano – Coordinadora de IDESA
Hace unos días, la Universidad Católica Argentina (UCA) publicó un informe en el que estima que más de la mitad de la población de la Argentina (51,7%) vive en hogares que reciben algún tipo de asistencia económica del Estado. Este valor es récord. Excluyendo la cuarentena, donde hubo paralización casi total de la actividad y se instrumentó el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), nunca tanta gente había recibido asistencia desde planes sociales.
La necesidad de otorgar planes asistenciales parece casi una consecuencia necesaria de un profundo deterioro social. El Estado no se puede desentender del bienestar de la población, sobre todo los más vulnerables. Sin embargo, llama la atención que semejante despliegue no logre paliar los daños que provoca la crisis económica.
Para poner la paradoja en números, alcanza con señalar que la Argentina tiene una tasa de pobreza similar a la de 2007 (aproximadamente 40% de la población total), pero con cuatro veces más inversión en programas asistenciales. Esto denota una muy baja eficacia. Para explicar semejante fracaso, resulta pertinente considerar dos fenómenos.
El primero es que la política asistencial argentina tiene serios errores de diseño desde su concepción, que se potencian por severas deficiencias en la instrumentación. Particularmente dañinos son los elevados grados de discrecionalidad que dan pie al uso del asistencialismo con fines políticos.
Como ocurre en otras áreas del sector público, hay un costoso solapamiento de acciones entre los tres niveles de gobierno. En el caso particular de la política asistencial, el Estado ejecuta más de 100 programas bajo la responsabilidad de una gran cantidad de organismos distribuidos en los tres niveles de gobierno. Esto lleva a que los hogares vulnerables tengan que gestionar en múltiples ventanillas las ayudas asistenciales. Una misma familia puede recibir desde el Estado nacional la Asignación Universal por Hijo (AUH), la tarjeta alimentaria y el Potenciar Trabajo. A esto se agregan otras ayudas monetarias y en especies, dadas por las provincias y los municipios.
Una particularidad, con alto impacto negativo en la calidad de la gestión, es que una parte importante de la administración de la asistencia social está privatizada en las organizaciones piqueteras. Estas organizaciones actúan como “empleadores” de mano de obra barata financiada con dinero estatal. La situación planteada en Chaco, donde se les quiere quitar planes asistenciales a quienes cortan la calle con niños, ilustra el nivel extremo de perversidad al que se llega con este modelo de gestión del gasto asistencial.
El segundo fenómeno muy importante es que en la actual situación fiscal, la expansión del gasto asistencial se financia con más emisión. La emisión se traslada a precios y esto erosiona los ingresos de las familias. En este punto, hay que considerar que la principal fuente de ingresos de los hogares pobres son las que derivan del trabajo informal, y este tipo de remuneración es la que menos capacidad tiene de defenderse contra los efectos que provoca la inflación.
Así se cae en un degradante círculo vicioso. Con el objetivo de bajar la pobreza, se aumenta el gasto público. Pero como este se financia con emisión, la consecuencia es que se acelera la inflación. Como las familias más vulnerables dependen decisivamente de sus ingresos como trabajadores informales, la inflación reduce su poder de compra, lo cual provoca más aumento de la pobreza.
Esto plantea enormes desafíos para el próximo gobierno. Hay que bajar el gasto público para reducir la necesidad de emisión y de esa manera combatir la inflación. Pero a las tradicionales resistencias a bajar el gasto público ahora se agrega el creciente peso de los planes asistenciales en el gasto público total.
El gasto asistencial ya se acerca a una suma equivalente a los salarios de los empleados públicos y a un tercio de las jubilaciones contributivas. La acelerada expansión del asistencialismo no sirvió para bajar la pobreza, pero sí para convertirlo en un componente muy importante del gasto público total con poderosos intereses que resisten su revisión.
Como ocurre con otras áreas muy importantes del Estado, el primer paso es eliminar superposiciones entre niveles de gobierno. Haciendo una distribución más racional y transparente de roles, se puede reducir la cantidad de programas mejorando sustancialmente la eficiencia de la gestión. Obviamente que en este replanteo hay que revisar la privatización de la administración en las organizaciones piqueteras.
Pero esto hay que hacerlo partiendo de que la función del asistencialismo llega, como máximo, a aportar paliativos. No fue ni será una herramienta eficaz para la promoción social. Es muy tentador desde el punto de vista político sobreactuar con relación a los roles que pueden cumplir los programas sociales. Pero la realidad es que la solución de los problemas sociales está en el mercado de trabajo. Aunque se trata de mostrar que el aumento de la pobreza incrementa la demanda de programas, el diagnóstico correcto es que la mayor incidencia de la pobreza está reclamando un mayor dinamismo del mercado de trabajo. La mejor política social es la que favorece la generación de empleos.
Por eso, son mero voluntarismo los planteos orientados a crear un “puente” entre el asistencialismo y el empleo. Todas las experiencias de estos programas terminaron fracasando. Sucede que las arcaicas instituciones laborales son incumplibles para la mayor parte del aparato productivo. Ninguna empresa va a contratar a un trabajador sólo porque le trasladen un subsidio equivalente al plan social. Lo que la empresa evalúa es que cuando debe formalizarse la relación laboral, resultará imposible hacerse cargo de las cargas sociales, cumplir los convenios colectivos y asumir los riesgos de indemnización.
El camino es ordenar al Estado para que pueda funcionar con equilibrio fiscal, una presión impositiva tolerable para la producción y brindar servicios estatales de alta calidad y profesionalismo. Con esto, se puede tener una macroeconomía ordenada, una tasa de inflación de un dígito y una legislación tributaria y laboral mucho más moderna que transforme el crecimiento económico en mayores empleos de calidad. También es muy importante mejorar la calidad de la educación en las escuelas del Estado, para que los niños y jóvenes de los hogares pobres tengan mayor empleabilidad que sus padres.
Fuente: La Voz