Informe Nº: 2924/05/2015
Las cooperativas de trabajo constituyen una figura jurídica que ha generado grandes controversias debido a su uso fraudulento para encubrir relaciones laborales. A pesar de estos antecedentes, en los últimos años ha adquirido un notable protagonismo como parte de los programas asistenciales. Un acabado ejemplo lo constituye el plan Argentina Trabaja, en el que las […]
Las cooperativas de trabajo constituyen una figura jurídica que ha generado grandes controversias debido a su uso fraudulento para encubrir relaciones laborales. A pesar de estos antecedentes, en los últimos años ha adquirido un notable protagonismo como parte de los programas asistenciales. Un acabado ejemplo lo constituye el plan Argentina Trabaja, en el que las cooperativas son en la mayoría de los casos una fachada que incentiva viejas prácticas de clientelismo. Para resolver la pobreza es necesario generar empleos genuinos y en este sentido es clave avanzar en la modernización de la legislación laboral, contemplando un estatuto especial para las pequeñas empresas.
El cooperativismo es una modalidad de organización de la producción basada en los principios de igualdad, fraternidad y utilidad común, en contraposición al individualismo, la asimetría de poder y el fin de lucro que prevalecen en una empresa. Su origen se remonta a la Europa de mediados del siglo XIX, con la aparición de las primeras sociedades cooperativas como una reacción a las inequidades generadas por la revolución industrial.
En la última década se ha observado un inédito proceso de creación de este tipo de organizaciones en nuestro país. De acuerdo con los datos del Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social (INAES), dependiente del Ministerio de Desarrollo Social y contralor de las cooperativas, a 2008 había registradas unas 12.700 entidades, la mayoría de ellas creadas entre 2001 y 2006. Mientras que en los ’90s se registraron unas 1.500 cooperativas, en dicho período se registraron casi 7.000.
En general, las cooperativas agrupan a productores, vendedores o consumidores que unen sus esfuerzos para obtener mejores condiciones de producción o aprovisionamiento. Así, hay cooperativas de servicios públicos, de crédito, de consumo, de vivienda, etc. También existe un formato especial que son las cooperativas de trabajo, en las que la gente se agrupa para ofrecer algún servicio determinado. Es posible encontrar cooperativas de trabajo para servicios de limpieza, recolección de fruta, transporte automotor, seguridad, etc. Pero este tipo de cooperativas también se diferencia del resto por haber generado fuertes controversias, debido a que en muchos casos se las utiliza para encubrir relaciones laborales tradicionales, especialmente en el caso de los trabajadores menos calificados.
Del análisis del objeto social de las cooperativas registradas en el INAES surge que la mayoría son cooperativas de trabajo (Gráfico 2). Prácticamente el 60% responde a esta tipología y el resto tiene una participación mucho menor, destacándose las de servicios públicos (14%), vivienda (14%) y consumo (12%).
Los datos sobre la situación actual y la evolución de las cooperativas de trabajo reflejan una activa intervención del Estado como promotor de este tipo de organizaciones. Esto es, el cooperativismo en esta área no responde a los procesos espontáneos de asociatividad que hacen a la esencia del fenómeno desde sus orígenes; muy por el contrario, una gran parte de la masiva creación de cooperativas de los últimos años está vinculada con los subsidios que distribuye el Ministerio de Desarrollo Social.
El uso del cooperativismo en la política asistencial
Detrás de la proliferación de las cooperativas de trabajo subyace un intento por borrar la imagen de los planes asistenciales tradicionales, como el Plan Trabajar de los ’90s y el Plan Jefes de Hogar de principios de la década pasada. El argumento es que las personas en estado de vulnerabilidad social deben recibir un trabajo en lugar de una dádiva asistencial, por lo que se sostiene enfáticamente que la mejor política social es la promoción del empleo, que lo que verdaderamente dignifica es el trabajo y que se deben reconstruir las redes productivas y la cultura del esfuerzo.
Pero con bajos niveles de acumulación de capital humano y con reglas de contratación laboral que penalizan la formalidad es extremadamente difícil materializar el objetivo de reemplazar al asistencialismo tradicional por empleos de calidad. Precisamente estos son los factores causales detrás de la decisión de optar por el atajo de estimular con fondos públicos la creación masiva de cooperativas de trabajo.
Una acción señalizadora en este sentido fue la sanción en el año 2006 de la Resolución N°3026/2006 por parte del INAES, instrumentando un mecanismo especial para agilizar la creación de cooperativas de trabajo con el objetivo explícito de atender necesidades vinculadas con el alto desempleo. Hasta ese momento, las cooperativas de trabajo representaban el 30% de las cooperativas registradas, seguidas por las cooperativas de servicios públicos (25%). Tras la sanción de esta resolución las cooperativas de trabajo crecieron de manera explosiva, pasando a representar el 60% del total, mientras que las cooperativas de servicios públicos redujeron su participación al 14%. Así, las cooperativas de trabajo, tradicionalmente cuestionadas por generar relaciones asalariadas encubiertas, pasaron a erigirse como una herramienta central de la nueva política asistencial.
El plan Argentina Trabaja
El plan Argentina Trabaja es uno de los componentes más importantes de la política asistencial que lleva adelante el Gobierno Nacional. El requisito básico y obligatorio para ser beneficiario del plan es integrarse a una cooperativa de trabajo: se conforman grupos de aproximadamente 60 personas en estado de vulnerabilidad social, que adoptan la figura de cooperativistas con la finalidad de trabajar en obras de pequeña envergadura e interés comunitario (construcción y reparación de calles y veredas, refacción de plazas, etc.). Por tratarse de cooperativistas, se considera que los trabajadores no son asalariados y por lo tanto no se les aplica la legislación laboral sino que son encuadrados en el régimen de monotributo, cuyo pago también lo realiza el Estado.
Los cooperativistas perciben un estipendio mensual -que es pagado por el Ministerio de Desarrollo Social- en el orden de los $1.300 mensuales para los obreros, $1.900 para los encargados y $2.500 para los capataces. Esta remuneración es incompatible con cualquier otro ingreso formal o programa social, con excepción de la asignación por hijo. Es evidente que la lógica de funcionamiento del plan encuadra en un típico programa asistencial, con muy pocos elementos de lo que sería un genuino cooperativismo. De acuerdo con el proyecto de Presupuesto para 2011 se prevé gastar unos $3.200 millones entre beneficios, monotributo, compra de insumos y gastos administrativos. La población a cubrir se estima en aproximadamente 100.000 beneficiarios organizados en unas 2.000 cooperativas, lo que se traduce en un costo medio por beneficiario de $2.600 por persona por mes.
El análisis del perfil de los beneficiarios resulta particularmente interesante. Aproximadamente la mitad tiene menos de 30 años, lo que es consistente con la estructura etárea de los desocupados entre la población pobre. La población cubierta por el plan se distribuye prácticamente en igual proporción entre ambos sexos, lo que sugiere que el plan estaría colaborando a que las mujeres pobres inactivas tiendan a salir del hogar en busca de ingresos, ya que entre los hogares pobres las mujeres se inclinan por una menor participación laboral. Con respecto al nivel de educación, el 78% posee escolaridad secundaria incompleta o inferior, mientras que el restante 22% alcanzó o superó la secundaria.
Por el perfil de beneficiarios y la lógica de funcionamiento, el plan es muy parecido a los planes asistenciales que tuvieron un rol protagónico en el pasado reciente, como el Plan Trabajar a partir de la segunda mitad de los ’90s y el Plan Jefes de Hogar a partir del año 2002. La principal diferencia está en que -mientras que en las anteriores experiencias se explicitaba el carácter asistencial de la ayuda, con la identificación del plan como tal y el monto de la prestación fijado en niveles inferiores a los salarios de mercado- en el plan Argentina Trabaja se encubre el asistencialismo detrás de la figura de una cooperativa y se fija una prestación equivalente a la remuneración de mercado para este perfil de mano de obra. A continuación se presentan los montos que perciben los beneficiarios del plan y las remuneraciones que prevalecen en el mercado laboral para personas con un perfil similar. Un trabajador con educación secundaria incompleta puede obtener unos $1.200 en una ocupación independiente y poco menos de $1.000 como asalariado no registrado, es decir, ingresos inferiores a los que podría obtener en el plan. Incluso considerando a trabajadores con secundaria completa, la remuneración que obtendrían como asalariados no registrados ($1.375) sería similar al beneficio mínimo del plan.
A estas evidencias cabría agregar las diferencias en los niveles de esfuerzo y responsabilidades entre el plan asistencial y los empleos del mercado laboral. Si bien no se cuenta con datos que permitan cuantificar este fenómeno, es muy probable que la contraprestación del plan tenga asociado un menor esfuerzo que un empleo no registrado o que un empleo como cuentapropista. Algunos indicios en este sentido son los atrasos documentados en las obras.
Aunque se organice a los beneficiarios en cooperativas de trabajo y se les abone un subsidio asimilable a un salario de mercado, es evidente que no se trata de empleo genuino sino de un plan asistencial similar a los del pasado. Es decir, ante la masividad de personas con bajos niveles de educación que enfrentan problemas estructurales de empleabilidad, en lugar de emprender políticas educativas y de calificación de la mano de obra y reformas en la legislación laboral y de la seguridad social, se apela a prácticas asistencialistas tradicionales encubiertas tras la figura de las cooperativas de trabajo.
De las cooperativas de trabajo al clientelismo
Las cooperativas que se conforman para participar del plan difícilmente respondan a la figura de una organización democrática y controlada por sus socios, en la que se mancomunan esfuerzos detrás de fines solidarios. Muy por el contrario, lo más probable es que configuren mecanismos funcionales a las prácticas clientelares tradicionales, potenciadas por el nivel relativamente alto de las prestaciones que se ofrecen.
Un cálculo conservador basta para demostrar que la demanda potencial por ingresar al plan supera holgadamente a sus posibilidades de cobertura. De manera muy aproximada, pueden considerarse como personas interesadas en incorporarse al plan a los desocupados con educación secundaria incompleta y al 65% de los que trabajan como asalariados no registrados o cuentapropistas (que según la EPH obtienen remuneraciones inferiores a las prestaciones del plan). Este universo comprende a unos 3 millones de personas, el 8% de la población urbana. Asumiendo conservadoramente un costo medio por beneficiario del plan de $1.500 mensuales, para cubrir esta demanda potencial se requerirían unos $52 mil millones por año (3,7 puntos del PBI). Se trata de una magnitud de recursos que excede a cualquier análisis de sustentabilidad y que supera ampliamente a la capacidad de gestión del sector público para administrarlos eficientemente. No hay que perder de vista que se trataría de ocupar a 3 millones de personas en la ejecución de pequeñas obras a través de cooperativas.
El plan se propone incorporar a apenas 100.000 beneficiarios. Al dejar afuera a una enorme cantidad de personas ávidas por ingresar al mismo -dado que ofrece condiciones mucho más favorables que el mercado laboral- se genera un ambiente propicio para que las redes clientelares operen como el mecanismo de acceso al plan. Es posible observar esto cotidianamente, en los repetidos reclamos y cortes de calles por parte de organizaciones que demandan participar del plan. Estos reclamos testimonian que el diseño del plan encaja a la perfección –como el Plan Trabajar y el Plan Jefes de Hogar en su momento– con la operatoria de los mecanismos del clientelismo político.
El clientelismo es una práctica instalada desde hace varias décadas en el país y que cuenta con una nutrida red de punteros y organizaciones especializados en mediar entre las personas en situación de vulnerabilidad y el Estado. En muchos casos, esta red es la única vía de acceso para la gente humilde a la asistencia social y otros servicios que administra el sector público. En el diseño del plan Argentina Trabaja, el elevado nivel de los beneficios sumado al requisito de que para participar hay que ser parte de una cooperativa de trabajo potencian las oportunidades para que operen este tipo de redes clientelares.
Cambiar de estrategia
La masividad de hogares con problemas de bajos ingresos responde a factores estructurales asociados con la baja acumulación de capital humano y la insuficiencia de empleos que se ajusten a sus limitadas capacidades. Sin una adecuada formación para el trabajo son bajas las probabilidades de conseguir un empleo de calidad. Con bajos ingresos, la pobreza y la indigencia se masifican y las políticas públicas quedan entrampadas en los vicios del asistencialismo.
Claramente, el asistencialismo no tiene capacidad para aportar soluciones; apenas paliativos. Para encontrar una solución al problema se requiere mucha audacia y seriedad en la instrumentación de acciones que incidan tanto sobre la oferta laboral –esto es, la formación para el trabajo de las personas en situación de vulnerabilidad- como sobre la demanda de trabajo -incentivando a las empresas más modernas y dinámicas a aumentar las contrataciones de este tipo de personal.
En otras palabras, para avanzar en la resolución de esta problemática social es fundamental generar un conjunto de reglas institucionales que promuevan una mayor acumulación de capital humano e incrementen la demanda de trabajadores con bajos niveles de educación.
Recomendaciones de política
En lo que respecta a la mejora de la oferta laboral, tan importante como aumentar la inversión en la capacitación de adultos con deficiencias formativas es romper con el ciclo perverso de transferencia intergeneracional de la pobreza, garantizando que los niños y adolescentes en situación de pobreza superen el nivel educativo de sus padres. Para alcanzar esta meta es fundamental motivar a las familias y también emprender una reorganización de la educación media, dirigida a que los jóvenes puedan adquirir habilidades para el trabajo al concluir la secundaria.
Se trata de generar y fortalecer un vínculo entre las escuelas de educación media y las empresas; en el informe Empleo y Desarrollo Social Nº 26 se presentan los lineamientos de una propuesta en esta dirección. Las evidencias disponibles demuestran la baja efectividad de la capacitación que se imparte de manera divorciada de los ámbitos de trabajo, en particular, cuando el objetivo es proveer de herramientas para la inserción laboral a personas adultas con bajos niveles de educación. Para atender a esta población la clave es generar un proceso de formación del tipo “aprender haciendo” y para esto es fundamental que las personas estén insertadas en un ámbito laboral. Si bien este concepto está presente, explícita o implícitamente, en el plan Argentina Trabaja –al intentar promover a través de cooperativas la capacitación en obras de interés comunitario- es indudable que tendría un impacto mucho más relevante si el mismo esfuerzo se realizara en el ámbito de las empresas.
Pero tan fundamental como iniciar un proceso dirigido a mejorar el capital humano es incrementar la demanda de trabajadores con bajos niveles de educación por parte de las empresas más modernas y dinámicas. Indudablemente el nivel de inversión de las empresas es relevante, pero también se requieren reformas en la legislación laboral y en las regulaciones tributarias para inducir la generación de empleo con estas características. Una estructura regulatoria más moderna y efectiva debería contemplar un trato diferenciado según se trate de empresas grandes o pequeñas.
Para que las grandes empresas –que tienden a ser las de mayor productividad y generan los puestos de trabajo de mayor calidad– demanden personas con bajos niveles de educación es fundamental disminuir la presión impositiva sobre los salarios más bajos, así como simplificar y brindar seguridad jurídica a las relaciones laborales. Una alternativa interesante para reducir la presión impositiva es establecer mínimos no imponibles en el pago de las cargas sociales. De esta forma sería posible desgravar de los impuestos al trabajo a las personas con menores remuneraciones, que son las que poseen los niveles de educación más bajos. Asimismo, es fundamental que la legislación laboral desaliente las aristas regulatorias y jurisprudenciales que elevan los niveles de conflictividad en aspectos sensibles para los incentivos al empleo, como el régimen de despido, enfermedades profesionales y tercerizaciones, entre otros.
Para el segmento de las empresas más pequeñas es imprescindible un estatuto laboral especial; en el informe Empleo y Desarrollo Social Nº 25 se presenta una propuesta detallada para este tipo de marco regulatorio. Esencialmente se basa en la idea de que, así como desde el punto de vista tributario el Estado considera que los pequeños emprendimientos deben tener un trato especial –principio que recogen los diferentes regímenes de monotributo- en materia de relaciones laborales también debería haber un marco regulatorio adaptado a las limitadas posibilidades económicas y administrativas de los pequeños emprendimientos.
Actualmente existe un vacío normativo en materia de legislación laboral para pequeños emprendedores. Un estatuto laboral especial debería preservar los dispositivos fundamentales de protección de la legislación general y eliminar la gran cantidad de aspectos formales de imposible o muy difícil aplicación para las microempresas. Particularmente relevante sería eliminar todos aquellos elementos propios de las relaciones laborales de las grandes empresas y que son inaplicables a los pequeños emprendedores. Bajo esta lógica, sería posible preservar las regulaciones sobre la remuneración (contemplando la posibilidad de fijar pisos diferenciados según regiones y sectores), licencias, jornada laboral y extinción del contrato de trabajo. En materia de seguridad social, se pueden mantener los beneficios de previsión, maternidad, obra social y riegos del trabajo, pero con un esquema de financiamiento de pago mensual de suma única con un trámite administrativo simple (como en el caso del servicio doméstico). En el estatuto especial se obviarían las asignaciones familiares y el seguro de desempleo donde actualmente rigen la asignación universal por hijo y los programas de empleo no contributivos a cargo del Ministerio de Trabajo.
Las cooperativas no sustituyen la transformación de las instituciones laborales
La conformación de cooperativas de trabajo no es la solución al masivo problema de empleo y pobreza que sufre una cantidad muy numerosa de personas entre la población adulta. Los bajos ingresos son el resultado de una insuficiente acumulación de capital humano y, con bajos niveles de formación, el principal obstáculo para la inserción laboral son las rigideces de la legislación laboral y de la seguridad social. Postergar una necesaria modernización institucional encubriendo relaciones laborales tras la figura de una cooperativa de trabajo puede ser un paliativo, pero no es la vía para que las personas con bajos niveles de formación inicien una carrera laboral. Menos aún cuando los servicios que brindan estas cooperativas no tienen una demanda de mercado, sino que se financian con recursos asistenciales del Estado.
El asistencialismo encubierto no es el camino para encontrar una solución adecuada a los actuales problemas sociales. Es fundamental una política de Estado que incentive la inversión en capital humano y que avance en el diseño de instituciones laborales, tributarias y de la seguridad social que propicien la inserción de la población vulnerable en las actividades más modernas y de mayor productividad. Sin ignorar las dificultades asociadas a las exigencias educativas que imponen las tecnologías más avanzadas, contar con reglas de juego que no encarezcan artificialmente la contratación de trabajadores o generen elevados riesgos ayudaría a que las empresas modernas contraten personas menos calificadas -al menos en los procesos y las actividades más simples- recuperándolas así del cuentapropismo precario y el empleo no registrado. Tanto o más importante aún es facilitar por la misma vía la posibilidad de que las empresas más pequeñas -que hoy son informales en su mayoría- se integren a los procesos comerciales de las empresas más grandes y dinámicas y para esto es fundamental contar con una institucionalidad laboral, tributaria y de la seguridad social especial para los pequeños emprendimientos.
Con este tipo de reformas estructurales es posible resolver de una manera genuina y sostenible el grueso de los problemas sociales. El remanente, integrado por personas con limitaciones agudas, es el que se debe atender de manera marginal con programas asistenciales.