Informe Nº: 18/04/2022
El Gobierno insiste en tácticas que ya han fracasado en el pasado. Repensar el funcionamiento del Estado sería la estrategia adecuada.
El Gobierno culpa a empresarios y a comerciantes llamándolos “diablos que suben precios”, a la guerra de Rusia en Ucrania o incluso lo atribuye a factores psicológicos: con el Presidente hablando de una “inflación autoconstruida”.
¿Quién es entonces el culpable de la inflación?
¿Es culpa de los empresarios “formadores de precios” que actúan como monopolios? La teoría económica contradice este diagnóstico. Que se hable de monopolios formadores de precios refleja la ignorancia entre los que son precios relativos y lo que es la inflación.
Un monopolio puede subir el precio de la botella de agua mineral, por ejemplo, lo cual significa que el agua mineral va a ser más cara en términos relativos, es decir, medida contra el precio de otros bienes en Argentina, en Brasil, Chile o Uruguay. Pero no es inflación. Es un precio relativo más caro.
Inflación es cuando suben todos los precios: el monopolio, el pyme, el mayorista, el minorista, el pequeño almacén, la verdulería, el kiosco, el peluquero, el plomero y también los trabajadores, que piden subas de salarios.
¿Es un fenómeno por el que hay que acudir a la psicología para entenderlo, como afirmó el Presidente? Tampoco es un razonamiento pertinente, cuando una simple matemática da una explicación más plausible y consistente.
Actualmente, la economía produce la misma cantidad de bienes y servicios que en 2017, pero hay en circulación cuatro veces más de billetes. ¿Es factible que los precios no aumenten cuando hay cuatro veces más de billetes para comprar la misma cantidad de productos?
Esto no quiere decir que la inflación sea un fenómeno puramente monetario. Es cierto que la inflación es un fenómeno multicausal, pero, según el contexto, los factores causales tienen diferente importancia.
Resulta muy contradictorio que, en el actual contexto, al diseñar la estrategia para abordar la “guerra contra la inflación” se pase por alto el déficit fiscal que obliga al Banco Central (BCRA) a emitir más dinero del que la gente quiere aceptar.
Si bien el BCRA recupera parte del exceso de emisión con Leliq (letras de liquidez) y pases, este instrumento está saturado, y hay un exceso de emisión que presiona sobre los precios.
El Gobierno hace poca alusión al tema fiscal y a la expansión monetaria que esto conlleva.
Las principales armas con las que el Gobierno va a la guerra contra la inflación son los controles de precios, la aplicación de la ley de abastecimiento, aumento de los derechos de exportación y la convocatoria a representantes empresariales, sindicales y de organizaciones piqueteras.
Se trata de las mismas medidas que se vienen anunciando y aplicando hasta hoy, con escaso y nulo éxito.
Se pasa por alto que una guerra contra la inflación –con la máquina de imprimir billetes funcionando a pleno– es una guerra perdida.
Pero lo más inconsistente es que se necesita de alta inflación para licuar gasto público y así evitar que las finanzas públicas entren en una dinámica explosiva.
Desde 2017, las jubilaciones caen en términos reales. Esto es el efecto rezago que tiene la movilidad previsional respecto de la inflación. Lo mismo sucede con las asignaciones familiares y la Asignación Universal por Hijo (AUH). Ocurre algo parecido con los salarios públicos y con muchos otros componentes del gasto público.
Sin este ajuste fiscal no explícito, el déficit sería mucho más grande y la emisión monetaria tan masiva como desestabilizante. Por lo tanto, la “guerra contra la inflación” es ir contra la estrategia del Gobierno de declamar el rechazo al ajuste fiscal apelando a que esa tarea la haga la inflación.
Ganar la “guerra contra la inflación” necesita cambiar de estrategia. Pasar del relato del “no ajuste” a tomar medidas de ajuste fiscal explícito.
El principal enemigo que hay que atacar en la “guerra contra la inflación” es el desorden del sector público.
Aunque no lo asumamos, tenemos internalizado como “política de Estado” gastar por encima de los ingresos. En los últimos 60 años, tuvimos gobiernos de la más variada orientación. Pero todos, sin excepción, administraron el Estado con desequilibrio en las cuentas públicas y, muy asociado a ello, le prestaron insuficiente atención a la calidad de la gestión pública.
Esto lleva a recurrentes excesos de deuda y emisión cuya única resolución posible son los default y la inflación.
¿Cómo se gana “la guerra contra la inflación”? Ordenando integralmente el Estado.
Esto es mucho más complejo y conducente que las tradicionales recetas de ajuste fiscal. Es repensar la organización del Estado y cuestionar una gran cantidad de malas prácticas de gestión que están profundamente arraigadas.
Particularmente importante es volver a leer la Constitución Nacional para buscar alternativas superadoras a la caótica superposición de impuestos y funciones que existen entre los tres niveles de Gobierno.
Bajo este planteo, es factible eliminar la coparticipación y dejar de estar reclamando una nueva ley, cuando se sabe que nunca la habrá. También con una visión integral es imprescindible revisar las normas previsionales y volver a la racionalidad en la administración de los subsidios económicos, focalizándolos en las personas de menores ingresos.
Un Estado ordenado no sólo es condición necesaria para alcanzar la estabilidad de precios, sino también para algo aún más importante: contar con servicios públicos de calidad.
Un Estado ordenado no sólo permitirá ganarle la “guerra a la inflación”, sino también, y aún más importante, ganarle la “guerra a la decadencia”.